Un día “diferente” en Auschwitz
Un tren antes de partir hacia Auschwitz desde el campo de tránsito de Westerbork, en Holanda, en algún momento entre 1942 y 1943.
Los centros de exterminio en el Este continuaban haciendo su trabajo con la población judía de Polonia. En última instancia, haciendo lo que podían, al final sólo una minoría de los judíos en Varsovia evitó este destino.
Más hacia el oeste, Auschwitz se estaba ocupando de las víctimas de los países ocupados del oeste y de la propia Alemania. Auschwitz funcionó tanto como campo de concentración como de exterminio. Por lo general había una “selección” en la rampa tan pronto como los trenes llegaban, los más capaces se convertirían en prisioneros que serían explotados trabajando hasta la muerte en las instalaciones al lado del campo de concentración. Los ancianos, los enfermos y los niños irían directamente a las cámaras de gas. Un claro ejemplo de ello fue cuando, desde 1942, los nazis comenzaron a deportar judíos de los Países Bajos. Primero fueron llevados al campo de tránsito de Westerbork y, desde allí, fueron transportados a campos de concentración y exterminio en toda Europa del Este.
Rudolf Vrba fue uno de los seleccionados para vivir y estaba haciendo todo lo posible para recordar todos los detalles, con la intención de dar testimonio eventualmente. Pero ahora sólo los incidentes más terribles serían recordados como notables:
En enero de 1943, un transporte con varios cientos de internos de los hospitales psiquiátricos judíos holandeses llegaron después de un viaje horrible de doce días bajo condiciones atroces. Algunos de ellos estaban violentamente locos, algunos sólo ligeramente; algunos eran los cuerdos que habían tratado de evadir la deportación con la ayuda de un informe de un psiquiatra, y el resultado de todo esto fue una pesadilla que ni siquiera los hombres más fríos de las SS que estaban allí presentes podrían olvidar jamás.
Además de su carga, hubo dos aspectos inusuales de este transporte. En primer lugar, llegó de día porque las tablas de horarios del señor Eichmann se estaban sobrecargando. En segundo lugar, esta fue la única vez que a nosotros los prisioneros nos permitieron estar en contacto directo con las víctimas por algún tiempo.
Las SS tenían una buena razón para ello. Cuando abrieron los vagones, la vista era tan repugnante que no pudieron hacerle frente. Así que azotaron a los prisioneros para realizar uno de los trabajos más sucios de los que, incluso Auschwitz, había sido testigo.
En algunos de los camiones, casi la mitad de los ocupantes estaban muertos o moribundos, más de los que yo había visto. Muchos, obviamente, habían muerto hacía ya varios días, por lo que los cuerpos estaban en descomposición y el hedor de la carne desintegrándose brotaba de las puertas abiertas.
Esto, sin embargo, no era una novedad para mí. Lo que me horrorizó fue el estado de los vivos. Algunos estaban babeando, imbéciles, personas vivas con las mentes muertas. Algunos estaban delirando, desgarrando a sus vecinos, incluso a su propia carne. Aunque el frío era petrificante, algunos estaban desnudos, pero, sobre todo, por encima de los gemidos de los moribundos o los desesperados, los gritos de dolor, de miedo, el sonido de risas salvajes, aterradoras, carcajadas lunáticas subían y bajaban.
Sin embargo, en medio de todo este caos, hubo una chispa de cordura espléndida, generosa. Moviéndose entre los locos, había enfermeras, chicas jóvenes, sus uniformes desgarrados y sucios, pero sus rostros tranquilos y sus manos nunca ociosas. Sus bolsas de medicinas estaban todavía encima de sus hombros y tenían que luchar a veces para mantenerse en pie, pero todo el tiempo estaban trabajando, calmando, vendando, aplicando una inyección aquí, dando una aspirina allá. Ninguna mostró el más mínimo rastro de pánico.
“¡Sáquenlos!” rugieron los hombres de la SS. “¡Sáquenlos, cabrones!”
Finalmente, después de muchas dificultades, todos los enfermos mentales fueron cargados en los camiones que esperaban. Ahora, las SS se detuvieron para pensar.
Las enfermeras holandesas se mantuvieron aparte, a la espera de viajar a un destino desconocido para ellas, con sus pacientes. Normalmente esta gente tan joven hubiera sido seleccionada para ir al campo de concentración.
Vrba vio una discusión entre los miembros de las SS:
Lo vi mover la cabeza vigorosamente y sostener arriba ambas manos para acabar con cualquier debate posterior. Uno de los oficiales de las SS se encogió de hombros y gritó: “¡Suban a las muchachas a bordo! Parece que también tienen que ir”.
Las enfermeras subieron después de sus pacientes. Los motores de los camiones rugieron y allá se fueron tambaleando hacia las cámaras de gas.
Por una vez no había habido ninguna selección. Por una vez no había sido necesario.
Si deseas saber más, lee “I Cannot Forgive” [No puedo perdonar], de Rudolf Vrba.
Un grupo de hombres judíos con equipaje en una valla en el campo de tránsito de Westerbork, en Holanda, en algún momento entre 1942 y 1943.
Enfermeras judías de una guardería con niños (a la derecha: Hilde Goldberg-Jacobsthal), en Amsterdam, 1942.